Nashville está cambiando, y no para bien. Las calles están vacías, los restaurantes casi sin gente, y muchos negocios latinos trabajan con las puertas cerradas. No por falta de ganas, sino por miedo. Miedo a ser vistos, a ser detenidos, a que una redada termine rompiendo una familia entera por el simple hecho de no tener papeles.
Lo que estamos viviendo no es justo. Es inhumano. Nadie está diciendo que no se castigue a quien ha cometido delitos graves, pero hoy en Nashville están pagando justos por pecadores. Personas que han vivido aquí por años, que pagan impuestos, que trabajan, que crían hijos, que han hecho de esta ciudad su hogar, hoy viven con terror de salir a la calle. La comunidad inmigrante no está conformada por delincuentes; está llena de madres, padres, abuelos, jóvenes trabajadores, emprendedores, estudiantes. Gente honesta, que lo único que quiere es vivir en paz.
Hace poco fui a desayunar a un restaurante salvadoreño. Al llegar, la puerta estaba cerrada por dentro. Toqué, me miraron, y me abrieron con rapidez pero con tensión. Apenas entré, una de las personas me dijo en voz baja: “Cierra, cierra rápido, por si viene la migra.” Imagínate. Ya ni siquiera se puede desayunar con tranquilidad. Estaban comiendo con miedo, en silencio, con la mirada hacia la puerta. Ese momento me partió el alma. No estaban haciendo nada malo, solo desayunando. ¿Cómo puede ser que llegar a un restaurante a tomar café sea motivo de angustia?
Y mientras todo eso sucede, los biles siguen llegando. La renta, la electricidad, el teléfono, la comida. Muchos inmigrantes no pueden quedarse en casa, aunque quisieran protegerse. Tienen que salir a trabajar, a cobrar su cheque, a ganarse la vida con dignidad. Están arriesgando su libertad para poder sobrevivir. Otros, en cambio, no se atreven a salir y se quedan encerrados en casa, pero ¿cómo van a pagar? ¿Cómo satisfacen sus necesidades básicas? La comunidad está siendo empujada a un rincón entre el miedo y la necesidad. Eso también es violencia.
En medio de este panorama, la comunidad está reaccionando. Fundaciones locales han comenzado a repartir comida. Emprendedores latinos, aún con miedo, han abierto sus cocinas para preparar platos solidarios. Restaurantes están ayudando a familias sin trabajo. La prensa comunitaria ha cumplido un rol fundamental informando con responsabilidad, orientando a las personas, avisando dónde hay ayuda y en qué barrios se ha reportado presencia de migración. Hay cadenas humanas de apoyo, discretas, pero valientes. No es caridad: es resistencia. Es la comunidad salvándose a sí misma.
Pero no podemos quedarnos callados. Lo que está ocurriendo es una violación directa a los derechos humanos. No se está persiguiendo al delito, se está persiguiendo al inmigrante por existir. No se está buscando justicia, se está sembrando miedo. Esto no es normal. Y no debemos aceptarlo como si lo fuera.
En lugar de vivir tranquilos, estamos obligados a tener un plan de emergencia por si un ser querido no regresa del trabajo. Estamos enseñando a nuestros hijos a no abrir la puerta. Estamos dejando de salir al médico, al mercado, a la iglesia. Esto no es vida. No es libertad. Y definitivamente no es el país que prometía oportunidades para quienes vinieron a trabajar y a contribuir.
¿Qué podemos hacer? Primero, mantenernos informados, no dejarnos llevar por rumores. Segundo, apoyar a quienes están ayudando: donar, compartir, acompañar. Tercero, hablar. Con respeto, pero con firmeza. No tenemos que gritar, pero sí decir la verdad. Que esto duele. Que esto asusta. Y que no lo merecemos.
Hoy Nashville no se parece a sí misma. Pero la comunidad inmigrante sí. Porque aún con miedo, sigue de pie, ayudando, compartiendo, cuidándose unos a otros. Esa es nuestra verdadera fuerza. Y esa fuerza no nos la quita nadie.
R M